Me he vuelto necrófila


Imagen del archivo de "Visible Human Project", la primera computación íntegra, anatómica y tridimensional de un cadáver, cortesía de la Biblioteca Nacional de Medicina de los Estados Unidos.

Antes de que empiece a mono-bloguear sobre Soft Power (el programa de la edición 2010 ya está en línea, lo habeis visto, lo habeis visto?), una confesión, lo del título: que me he vuelto necrófila. Mi nueva obsesión se ha plasmado en el texto "Mirar un cadáver", un paseo guiado (y eminentemente macabro) por el catálogo de la distribuidora de vídeo arte Hamaca. Y es que empiezas subrayando textos de Donna Haraway y no sábes dónde acabas.

Mirar un cadáver

Los animales, cuando mueren -y lo hacen en cualquier parte: en la cazuela, en el parachoques, en la suela de los zapatos- son muertos sin más: un centollo muerto, un pájaro muerto, un caracol muerto; pero muertos a secas, muertos sin categoría. El ser humano, sin embargo, adquiere con la muerte una condición privilegiada: la de cadáver. La temática del cadáver ha sido ampliamente tratada en el mundo del arte, la literatura, el cine; ha inspirado géneros musicales, tribus urbanas y prácticas de sexualidad extrema. Pero nuestra relación con él sigue marcada por el afán de eliminarlo. Desde las civilizaciones ancestrales hasta hoy, han evolucionado las técnicas, la maquinaria administrativa, ligeramente los rituales, pero poco más. Toda la cultura mortuoria occidental está organizada en torno a un único objetivo. Liquidar el recuerdo de ese sí o sí de la vida que es su finitud, borrando los rastros de su manifestación más grosera: el cuerpo inerte de los que han pasado al otro lado.

Recorro el catálogo de Hamaca como un detective: buscando fiambres, o más exactamente, buscando desentrañar las distintas estrategias de tratamiento visual de los mismos. Si las más extendidas son de orden ritual, ficcional y administrativo, con el avance de las modernas tecnologías de visualización biomédica -mecánicas, radiológicas, analógicas y finalmente digitales- el cadáver, como veremos, comienza a desprenderse de sus condiciones de materialidad para transformarse en archivo de datos. [Seguir leyendo]

La novia de Herr Brandt



En los anuncios que pongo para alquilar mi piso por temporadas suelo decir que posee la envidiable característica de tener vecinos invisibles. Los hay y a veces enseñan la patita; nos cruzamos en la escalera o en el patio de las basuras, pero no hablamos. Yo lo he intentado -por si un día me dejo las llaves dentro o se me inunda el cuarto de baño o hay una invasión extraterrestre y no podemos salir de casa nunca más y nos vemos obligados a reinventarnos una vida con la comunidad de humanos más inmediata, esas cosas. Pero entre mi pésimo alemán y la idiosincrasia protestante de no traspasar los límites de la privacidad ajena, hasta ahora no había sido posible entablar ningún tipo de proximidad. Yo no sé nada de ellos ni ellos de mí, nos ignoramos metódica y escrupulosamente. Hasta ahora, porque Herr Brandt se ha echado una novia.

Herr Brandt es el vecino de abajo, un hombre de unos 50 y tantos, alto, muy delgado, con los mofletes colgando, se ve que calvo desde que nació. Camina ligeramente encorvado y muy deprisa. Si puede no te mira o lo hace sólo rozándote con la mirada, como un psicópata pacífico que teme que descubras la hondura de sus perversiones o un cervatillo asustado que se echa a correr cada vez ve a un humano porque un cazador mató a su mamá. Yo siempre ataba mi bici junto a la de él, en el único gancho disponible delante de casa, que compartíamos por un pacto tácito entre ciclistas solidarios. Un día había otra bici donde yo suelo poner la mía, así que la dejé en otro lugar; al día siguiente la otra bici seguía ahí, y al otro, y al otro. Ya ni miro, es evidente que me han expropiado del gancho y ahora la dejo siempre en el otro portal.

Luego llegó la música, siempre por la tarde. Grandes éxitos de los ochenta y noventa que una voz aguda canta a pulmón pleno mientras otra grave la anima. Por el volumen atronador y el entusiasmo evidentemente juvenil, pensaba que eran unos hermanos del edificio contiguo, el pequeño y el mayor, jugando al Guitar Hero o a un programa de karaoke cuando sus padres no están. Ah, la edad del pavo, qué pesaditos... ya se les pasará. Poco a poco me he dado cuenta de que el sonido viene de abajo. La música cada día suena un poco más alto y ahora incluye electrónica de baile, risotadas, zapateos, gritos histéricos, y la misma voz grave que lo acuna todo con sus comentarios breves -y muy cariñosos, entre mi nivel de alemán y el lenguaje universal de los perros, eso lo entiendo hasta yo. Es Herr Brandt. Y hay una mujer con él, joven y vitalista además.

Hoy es domingo y me ha despertado el temblor de la cama. No puede ser, se ha ido de vacaciones y ha alquilado la casa a unos Erasmus que están de after con todos los colegas colocados hasta las orejas, no puede ser. Y he bajado, más por curiosidad que porque me molestara. Es decir: me molesta mucho, pero yo también pongo la música muy alta y hoy por tí, mañana por mí y tal. Cuando he tocado el timbre la música ha cesado, las carcajadas también, y me ha abierto la puerta él, con una sonrisa espléndida y la mirada colmada que debía tener Dios la primera mañana del mundo. Ha pedido unas disculpas rápidas y cuando ha cerrado a la chillona le ha dado otro de sus ataques de risa. Solo estaban ellos. No le había visto sonreir nunca pero no hay duda: está completamente enamorado.