Histeria, vibradores y la mística del pene duro



En 1999 la historiadora Rachel P. Maines escribió un libro tan valiente sobre el orgasmo femenino que le costó su puesto en la universidad. En realidad, tampoco era para tanto. Sólo relataba, amparada en abundante documentación científica, el modo en que la comunidad médica negó durante varios siglos la importancia el clítoris en la sexualidad de las mujeres y el papel que, en este fraude científico, jugó una enfermedad confusa que todavía hoy conocemos con el nombre de histeria.

El libro en cuestión, con el que Maines salió de la academia para entrar en la historia del ensayo feminista, y que once años después de su publicación acaba de ver la luz en castellano en la editorial milrazones, es "La tecnología del orgasmo. La histeria, los vibradores y la satisfacción sexual de las mujeres", un recorrido por la genealogía del vibrador y su problemática relación con el modelo de sexualidad androcéntrica.

Según los registros de la historia médica, las primeras máquinas vibradoras aparecieron en los gabinetes médicos en la segunda mitad del XIX para tratar a las mujeres con problemas de nervios, apatía, anorexia, frigidez y una extensa colección de patologías englobadas bajo el oscuro paraguas de la histeria. Algunos textos del Renacimiento ya incluían indicios de que los “masajes rítmicos en la zona vulvar” aliviaban el malestar psicológico de muchas mujeres pero los especialistas médicos se resistían a aplicarlos argumentando que, además de “tediosos y difíciles de aprender”, les exigían “demasiado tiempo”. Durante siglos, the job nobody wanted, como lo llama Maines, recayó en las comadronas a las que, por su condición de subalternas, se les atribuían las tareas que sus superiores varones no tenían tiempo o ganas de realizar.

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Quien visite Berlin antes del próximo 9 de enero todavía tendrá tiempo de ver en la Martin-Gropius-Bau una muestra tan ambiciosa como su título, que en castellano significa nada más y nada menos que (atención, trompetas): “Conocimiento del mundo. 300 años de ciencia en Berlin”.

Welt Wissen, como se llama en alemán, es una exposición divulgativa para el neófito que disfruta picoteando aquí y allá o el turista que no quiere pasar la tarde en la calle chupando frío; generosa para el fetichista o el especialista, ya que muestra algunas piezas y documentos a los que de otra forma no se tiene acceso; y superficial para cualquiera que se acerque a ella con ganas de comprender el punto de vista desde el que se aborda el asunto. Es una de esas exposiciones nutridas, entretenidas, recomendables pero de compromiso (de hecho constituye uno de los platos fuertes del Año de la Ciencia en Berlin). Como espíritu inquieto e info-adicto, a mí me dejó poco satisfecha; como neófita y fetichista, bastante satisfecha; y altamente satisfecha como friolera crónica, porque esos días rondábamos los 10 grados bajo cero y dentro hacía tanto calor que tuve que quitarme los segundos calcetines.

La muestra se divide en dos secciones: una, dedicada a la historia de la ciencia en la capital alemana desde el siglo XVIII; otra, a las diferentes tareas que implica el conocimiento científico. Aunque una de ellas, con su sala correspondiente, era justo la de colaboración e intercambio de información -y lo dejaba clarísimo el texto: fundamental para el progreso de cualquier tipo de saber-, si quieres tomar fotografías tienes que hacerlo cuando no miran los guardas, porque está prohibido. La sala en cuestión presentaba algunos proyectos interesantes pero inofensivos, como la biblioteca digital de la escritura cuneiforme, el archivo digital de literatura latina Corpus Scriptorum Latinorum o el repositorio online de patrimonio cultural europeo Europeana (en el que, por cierto, se puede ver el contenido del que desde hace unos días es el libro más caro del mundo, vendido en Sotheby´s por 10 millones de dólares: “The Birds of America” de John James Audubon). Sobre el impacto de las patentes y la propiedad intelectual en el desarrollo del conocimiento científico, ni mención: no sabe / no contesta.



Mi yo fetichista se sintió especialmente complacido, sin embargo, además de por las decenas de libracos antiquísimos y hermosísimos, por las películas del cirujano Ferdinand Sauerbruch, encargado de investigar las prótesis de brazos y manos para los mutilados de la primera gran guerra y de promover su implantación social en la Alemania de los años veinte. “Vean, vean, con qué destreza un joven lisiado enciende un cigarrillo, escribe una carta de amor a su novia y vierte agua de un cubo a otro”. Y lo ves, efectivamente, moviendo con una agilidad de verdad asombrosa esos brazos y dedos de madera que en su Manifiesto contra-sexual Beatriz Preciado analiza como la antesala del cyborg, cuando la máquina no sólo prolonga la carne sino que empieza a volverse carne misma.

Con la miel en los labios pero igualmente sobre-excitada, me quedé con una fotografía del matrimonio de neurólogos Cécile y Oscar Vogt, famosos por haber sido los destinatarios del pedazito de cerebro de Lenin que se envió de Moscú a Berlin para que los mejores especialistas de la época demostraran que era realmente un genio (una historia rocambolesca que mezcla la idolatría religiosa que despertaba el cadáver del viejo líder con el gusto por las intrigas políticas del camarada Stalin, y cuyos detalles salieron a la luz con la apertura de los archivos de la antigua Unión Soviética a principios de la década de los 90).

Por su parte, la sección dedicada a los años del nazismo elude el marrón, como de costumbre pero esta vez con un recurso aún más sorprendente: durante aquella época no hubo ciencia propiamente dicha, por lo cuál se evita hacer cualquier alusión a los experimentos quirúrgicos con prisioneros, los programas de exterminación de enfermos mentales, la persecución de científicos judíos o disidentes, la implantación de la ideología eugénica en todos los hospitales y centros de investigación del Tercer Reich o el recurso a argumentos “científicos” para justificar la puesta en marcha de la Solución Final. Como todo el mundo sabe, eso no forma parte de la historia de la ciencia del siglo XX. Para que el visitante se haga una idea de lo malas personas y peores científicos que eran los alemanes entonces (y que no cante tanto), se presentan dos tipos de documentos: fotografías de quema de libros (oh, los muy criminales) e imágenes de algunos de los 385 Rheinlandbastarde (niños nacidos de la unión de mujeres alemanas con soldados extranjeros durante la primera guerra) que bajo el régimen nacional-socialista fueron buscados y sometidos a esterilizació forzosa (385, qué barbaridad, y encima niños).

Bueno, los que leen habitualmente este blog ya saben que su autora es una cascarrabias pero que en realidad se lo pasa como una enana allá donde va. Lo mejor: me llevé una buena colección de imágenes robadas para mi animalario, mi herbolario y mi gabinete macabro (los tres en construcción). Algunas de las que ilustran este post son de otra exposición, la permanente del Museo de Historia Natural de Berlin; allí también está prohibido hacer fotos pero tiene mejor iluminación y unos guardas mucho más vagos.